Decía Jorge Drexler que vale más cualquier quimera que un trozo de
tela triste, y no he podido estar más de acuerdo desde que tengo uso
esporádico de razón. Más allá de eventos deportivos nunca me ha enorgullecido
ver exhibida la bandera de mi país, no tengo para ella ni un especial aprecio
ni un especial desprecio, mostraba un asunto identitario y ya.
Pero en estos días en los que veo a
otros efluviando su alma a través de la senyera
o la estelada (ellos, que ven quimera donde yo veo bandera) pienso en esa tela como
canalizador de sentimientos territoriales. En nuestro caso, España, hemos
asistido a un doble proceso: apropiación del emblema nacional por los partidos
de derecha, y una dejadez con sabor a consentimiento por parte de la izquierda, adicta a ese aroma republicano,
y nos encontramos hoy, cuestionados en nuestro territorio, sin una combinación
de colores que nos pueda unir a todos.
No sé lo que nos depararán estos
nacionalismos sordos, pero sí estaría bonito recuperar nuestro emblema de país,
porque parece ser que tiene más significado y sobre todo función de lo que el gran
Drexler pudo intuir.