Siempre he sido un defensor acérrimo del lenguaje, de las
palabras, reivindicando su correcto su uso, su mimo; buscando la precisión para
decir lo que se quiere decir.
Pero al final, a fuerza de verlo, te das cuenta que el
lenguaje se compone, además de palabras, de intenciones, de imprecisiones,
conscientes e inconscientes. Es útil su mal uso, la precisión es absolutamente
indeseada en casi todos los ámbitos, o como poco alegremente prescindible.
Diría que hay dos usos del lenguaje (con mezclas infinitas
entre medias): uno, en el que el uso del lenguaje engloba una finalidad en sí,
en el que se acepta las normas y se utilizan palabras para expresar; y otro uso
sería en el que se asume el lenguaje como algo meramente instrumental, como un recurso más dentro de algo más
amplio. Y explico este segundo caso con un ejemplo, y así hablamos un poco de
política:
En política se ha convertido en un arte el uso instrumental
del lenguaje. Las palabras sirven para todo, para defender hoy una cosa y para
defender mañana la contraria (por lo tanto no valen para nada). Toda la
elocuencia que quieren transmitir en cada intervención o discurso se ve
enturbiada por la certeza de que se preasume el carácter de papel mojado de las
palabras. El protocolo exige que los asuntos se razonen, pero es una cuestión
de formas. Hoy defenderé que esto es un sí, pero mañana puede que defienda que
por supuesto que es un no. El vestido de ambos está hecho de palabras, así se
nos pide, por guardar las apariencias. Pero las intenciones están muy lejos de
la sintaxis que utilicen, las palabras no valen nada en sí. Se crea con esto un
ambiente de continua desconfianza frente a los discursos políticos, y se lo han
ganado a pulso. Podemos recordar el mítico “el metrobús no existe” del Consejero
de Transportes de Madrid, daban igual las palabras, fue la estupidez más grande
que pudo decir, pero tuvo el completo arropo y el “elocuente” aplauso de sus
compañeros de grupo, ahí no se iba a dialogar, se iba a otra cosa, hubiera
valido con hacer dos bandos y limitarse a dar gritos simiescos, el sucedáneo hubiera
sido perfectamente válido.
Denuncio, diciendo esto, la violación sistemática y casi
sistémica del lenguaje. Está provocando una devaluación de una de las monedas
más valiosas fruto de nuestra evolución como humanos. Y la política no es un
buen ejemplo al respecto, ni los viejos partidos ni los nuevos.
“La política no es un teatrillo”, decía Anguita. Hoy la
política es un teatrillo.
La otra opción, a considerar, es que en estos tiempos de la
posverdad yo esté comenzando a añorar los discos de vinilo que nunca tuve.