Empecemos por el final: las palabras hace mucho que dejaron
de ser espejos para ser instrumentos, orientadas siempre por un propósito. Es
ya ADN social. La palabra ha pasado de transmitir pensamientos a transmitir
intenciones. Tenemos que entender entonces el contexto que habitamos jalonado
antes de apariencia que de literalidad.
Los políticos hablan, Dios les dio lengua, y cuando hablan
tienen una intención, diferente en cada caso: suelen querer quedar bien y
conectar con sus potenciales votantes; suelen querer atacar - desdeñar, a sus
contrincantes; suelen mostrarse decorosos frente a lo ilegal; suelen guardar
las formas, y no me refiero a los triángulos y a los cuadrados, me refiero a
que constantemente intentan conservar una proyección de su ser, como un
holograma; acostumbran a dar rodeos lingüísticos para no hollar ciertos tabúes;
suelen también ser condescendientes (ellos prefieren pensarse respetuosos); y tienen
la costumbre de respetar los protocolos. Para todo ello utilizan palabras: las
modulan, las empacan, las atrezzan, y las lanzan a nuestros oídos, que reciben
casi la leve forma de la fragancia de media sonrisa desde donde partieron.
Suenan muchas veces falsas si las pensamos como palabras. Debemos entenderlas
no como sucesiones de letras, sino como intenciones. Ellos han profesionalizado
esta enorme perversión del lenguaje a la que la sociedad, a otro nivel, no es
ni mucho menos ajena.
Por estos pensamientos extraños míos me cuesta vibrar con
cualquier discurso, me cuesta creer cualquier palabra, quiero entender siempre
lo que se dice como la tarjeta de visita de lo que se hace. Por eso los miro
como las tortugas miran el mar: despacio.