Lo llamaré endopolítica, que podría definirse como la capacidad
de la política de ser fin en sí misma, de disipar energía, de consumir
recursos, de ser fin en lugar de medio. Siendo por tanto una disfuncionalidad
manifiesta no tanto asociada a la realidad de ese arte sino a la realidad
coyuntural que vivimos. Porque muchas veces, demasiadas veces, la política no
habla de la sociedad, ni intercede por ella, ni se ofrece a ella; muchas veces,
demasiadas veces, la política habla de la política. Las proclamas se pliegan
sobre sí mismas para ser VACÍAS (de puertas para fuera) a la vez que FORMA DE
VIDA (de puertas para dentro). Disipan demasiada energía (la democracia y su
fuerza condensa una energía de la que ellos son valedores, aunque actúan más
como validos), ensalzan estandartes si no rancios sí de tercer orden, y olvidan
a qué huele el paro. Nos venden ficciones basadas en hechos reales y las vemos
como el serial de la tele, y nos vale (parte de la culpa es nuestra por
espectar sus pantomimas). Asistimos a una destrucción lenta del mundo mientras
ellos hablan de palabras (henchidos con la polémica de turno, véase el
significado de España, de nación, de matrimonio o de coalición, siempre hay una
buena palabra sobre la que debatir, lo cual es magnífico e incluso necesario,
no lo dudo, pero luego hay un pero). Son ineficientes, no cumplen su función
social, al menos no de una forma eficiente, se pasan la mitad del día
agrediéndose entre ellos de las más (y a veces menos) sutiles formas.
La política es hoy día un teatrillo.