Me imagino a Santy contándome la historia, exagerando, como
siempre hacía él, solo que en esta ocasión no sería una exageración, cuando me
dijera que fueron unos segundos de fuego y muerte donde volaban pesos vivos y
muertos a su alrededor tendría que creerle, esta vez sí. Lo pienso así,
contándome la historia delante de una cerveza, antes que muerto, no asimilo que
fuera en ese tren, y sobre todo que no sobreviviera. Y con todo no siento ni un
ápice del dolor que ha sacudido a tantos.
Y pienso, que bienaventurados y desventurados aquellos que
son capaces de sentir el dolor ajeno, de ponerse en la piel de los demás para
sufrir lo que no tienen por qué sufrir. Porque yo, aprendiz de ser, aprendí a
empatizar por cercanía, y a partir de ahí me cuesto caro ante mí mismo. Ahora
me duele más porque conozco a Santy si no el dolor sería más ajeno, con un
franqueo más lejano. Nobleza diluida la que sentimos muchos.
Y bienaventurados entonces los pocos, los que les viene de
casta, los que son capaces de vivir los sufrimientos de otros y luchar para
cambiar desventuras ajenas, así, en puro, sin rencillas de mala muerte con los
otros, los que piensan distinto.
Bienaventurados ellos, si existen.