La vida nos acerca en ocasiones a gente inesperada, incompatible con nuestro carácter, pero en situaciones que favorecen la convivencia, el roce, y, por qué no, el cariño. También sucede lo contrario, nos aleja de personas de cuya compañía disfrutaríamos con alegría. Hechos, situaciones, coincidencias, ritmos... todo ello configura nuestro tablero de vida, en el que, después de no haber tirado los dados, nos ha tocado jugar. Así muchos de nosotros interconectamos con un grupo heterogéneo, con denominadores comunes, pero con configuraciones cerebrales muy distintas; con ello se sintetiza, se contextualiza y se relativiza, llegamos a equilibrios de conveniencia, que son también equilibrios.
Hay, en cambio, otros, que eligen tener una identidad muy marcada, una ideología que traza con precisión la línea del bien y del mal. Ese sentimiento de unión puede ser muy potente, y genera gran cantidad de energía, la cual, en demasiadas ocasiones, es difícil de dirigir. Si materializamos la metáfora podríamos hablar de una superficie con aristas afiladas, como la hoja de un cuchillo.
La política actual se identifica más con el segundo caso que con el primero. Hablamos más de sentimiento de grupo, de nosotros contra ellos, de nuestras ideas frente a las suyas, de allá se descalabren, y cuanto más les duela mejor. Ahí viven ellos, diría que casi todos, con ese escaso sentimiento de comunidad, pensando más en dirigir que en coordinar, pensando más en ellos que en todos.
Valoramos positivamente, en lo que supone una generosidad conceptual, el trabajar por nuestros iguales, cuando debería ser algo más inclusivo: trabajar, también, por nuestros diferentes, ellos, los que pueblan junto a nosotros nuestras calles, aquellos que cuentan chistes que no despiertan nuestra risa, pero que son compañeros, amigos, desconocidos... todos entran, como nuestros afines, tan humanos...